Todos tenemos en nuestra memoria un “Grandes Éxitos” de historias en
nuestra vida. Son esas batallitas que no te cansas de contar.
En mi caso, en el número 1 se encuentra inamovible el día que nació mi
hijo Christian, y aunque parezca mentira, a la persona que más se lo he contado
es a mi mujer.
Hace sólo unos minutos, lo hemos
revivido de nuevo. Os lo voy a contar:
Cuando mi mujer rompió aguas estábamos en la cama, ya habíamos apagado
la tele y las luces. Yo, con mi capacidad para dormirme en pocos segundos, ya
estaba de camino a Júpiter. De repente Antu me dijo “¡Abre la luz que no sé qué
pasa!”. Me levanté de un salto, abrí la luz y vi un charco en la cama. Había
roto aguas.
Mi primera reacción fue ir a cogerla en brazos, como si creyera que no
era capaz de caminar por si sola. Me dijo que no hacía falta, entonces empecé a
correr por toda la casa, haciendo la bolsa, vistiéndome, preocupándome por si
estaba bien etc.
Fuimos al hospital pensando que no llegaríamos, menos mal, sólo
estuvimos unas 28 horas más. Malditas películas, te enseñan que romper agua es
el preludio inmediato del nacimiento, ya.
El corazón me salía por la boca. Antes de poder reponerme, ahí estaba
la enfermera, con un ovillo de mantas cubriendo a mi pequeño. Lo cogí como si
fuera de un papel que no puede arrugarse. Le miré a la cara, él abrió un poco
los ojitos y le dije “Hola Christian, soy tu papá y siempre te voy a querer”.
Después todo fue cómo saltar entre nubes. Cuando mi mujer volvió del
quirófano sentí una sensación cálida de familia, de hogar, aunque estuviéramos
en una fría habitación de hospital.
Ya éramos oficialmente, una familia.
Si queréis, un día os lo cuento en persona, sabéis que no me importa.
Pequeña felicidad Número 93.
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