Lujo digno de otros tiempos es la siesta. Al menos en “mis otros
tiempos”. De niño observaba cómo mi padre decía siempre después de comer que se
iba a echar una siesta, no lo comprendía. Menudo desperdicio de tiempo,
pensaba. Al llegar a mi adolescencia, el sueño empezó a invadir mis tardes poco
ocupadas, de modo que siempre que podía me tomaba una siesta, pero no una
cualquiera, tenía que ser digna, de rey, de cama, manta y un par de horas.
Ahora, en pleno apogeo laboral y en mi nuevo papel de padre, las
siestas son menos, muchas menos. Pero como todo en la vida que se da con menos
frecuencia, se disfruta más. Entre semana es algo absolutamente imposible, pero
cuando algún domingo veo que todo se va alineando para que la siesta aparezca,
sucumbo placenteramente, como una dulce rendición.
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Einstein y Churchill (dos de mis figuras históricas predilectas) era
guerreros de la siesta, por no mencionar a uno de los míos, el Genial Camilo José
Cela decía que la siesta debía ser de “pijama, Padrenuestro y orinal”.
Ahora entiendo a mi padre.
Pequeña felicidad Número 45.
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