De pequeño odiaba las bebidas con
gas, veía como los niños de mi edad perdían la cabeza por un vaso de Coca-Cola
o de Fanta. En los cumpleaños era una locura, recuerdo esos vasos de plástico
blanco semitransparentes y cómo el negro de la chispa de la vida resaltaba por
él. No entendía cómo podían beberse algo negro.
Como mi curiosidad ya era prematura,
decidí probarla, el picor que sentí en la garganta y en la nariz consiguió que
escupiera el trago como si de un aspersor se tratase.
Años más tarde, y coincidiendo con
mi teoría sobre los cambios de gustos con la edad, me empezó a gustar dichas
bebidas. Hasta el punto de beber unos 2 litros de Coca-Cola al día. Pero hay
una parte de esa lata que no es como el resto, hablo del primer sorbo. Cuando
abres una lata y le das el primer trago, es algo alucinante, te pican hasta los
bronquios, los ojos te lloran y pones la boca como si acabaras de chupar un
limón. Y no importa lo rápido que bebas después, no volverá a ser como los
primeros centilitros.
Es lo que suele pasar con las primeras
partes.
Pequeña felicidad Número 23.
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