De pequeño ansias
afeitarte, tener barba, ser como tu padre. A la mínima que observas una ligera
pelusa sobre el labio corres a pedir consejo paternal sobre el afeitado. Te
hace ganas pero da hasta miedo. Tu padre te mira riendo, tu madre se enfada
sintiendo una mezcla de preocupación y tristeza pre-adultez-independiente. Ese
afeitado es inocente, virginal e inofensivo. Casi no haría falta ni cuchilla,
pero ya ha empezado la rueda.
Ahora, con 27 años,
afeitarse es un suplicio, lo odio. No me gusta porque siempre me acabo
cortando, aunque vaya con mucho cuidado, de entre los restos de espuma aparece
imberbe un lunar rojo, es como una tarjeta amarilla cuando no has lanzada
ninguna coz.
Pero alguna que otra vez,
los planetas del Sistema Solar se alienan perfectamente, los vientos soplan en
orquesta afinada y los santos se aplican. Te afeitas sin especial esmero, de
repente la cuchilla flota, ni la notas en la cara, en 2 minutos perfectos. Te
retiras la espuma con agua y nada, ni un herido en el campo de batalla. Dan
ganas de encender una traca. El papel de wáter no sufrirá daños para parchear
rostros. Todos felices.
Pequeña felicidad Número 2.
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